Daniela Ropelato – 6 de abril de 2021

 

“Por una nueva calidad de la política” es el título del Llamamiento que se está elaborando en estas semanas con la contribución de muchos miembros del MPPU en el mundo. La idea nació el pasado mes de diciembre, cuando acordamos utilizar una metodología participativa para elaborar una especie de carnet de identidad de nuestro compromiso político actual, un Llamamiento a los que trabajan en política, que destacara algunos puntos clave compartidos.

Pero, ¿cómo entender el concepto de “calidad”? ¿Por qué hemos decidido hacer hincapié en esta dimensión polifacética? La primera versión del documento dice: “Creemos que la política de calidad es posible, capaz de innovar profundamente la democracia en declive de muchos países e inspirar nuevos instrumentos de participación y representación, superando el cinismo y el desinterés”. 

Hablar de calidad política es complejo y puede dar lugar a malentendidos si no existe un marco de referencia para definir el término. ¿Cómo evaluamos la calidad de los hechos políticos, la calidad de una deliberación, o de su impacto en una ciudad, en un grupo, en una política? ¿Qué decide la calidad de nuestro compromiso en la esfera pública?

Dos observaciones iniciales. Nuestra exigencia de renovación de la política ha traspasado el horizonte de la calidad sobre todo porque representa una idea multidimensional y abierta. En la vida pública, buscar la calidad de los mensajes, de las determinaciones, de los resultados, significa ante todo situarse frente a un horizonte que nunca se ha alcanzado definitivamente. Por delante siempre hay una mayor calidad: de los contenidos en cuanto a las opciones prioritarias, pero también de los procedimientos utilizados, de los mecanismos electorales, de la representación, de las vías de decisión… Esta es una de las ideas principales que el Llamamiento quiere transmitir: “Necesitamos una política mejor: no una política perfecta, ideológicamente predeterminada, sino la mejor cada día, que rinda cuentas, que sea capaz de escuchar y estudiar, competente, eficaz…”.

Decir calidad, además, significa también reconocer diferentes marcos a los que cada uno mira desde su propia visión ideal, que nos desafían a elaborar nuestra diversidad manteniendo marcos de referencia sólidos para ser compartidos; el reconocimiento de los derechos fundamentales de las personas, en mi opinión, es uno de ellos. La búsqueda de la calidad, por tanto, se hace fértil y produce encuentro, diálogo, perfeccionamiento progresivo de las opciones y de los resultados: “Multipliquemos los espacios-laboratorio en los que ciudadanos, administradores y legisladores puedan cultivar juntos sus diferentes competencias”. 

No es, por tanto, un concepto que se quede en la superficie de esa renovación de la política que nos compromete. La perspectiva teórica de la ciencia política añade valor a esta observación. Hoy en día, centrarse en las mejores condiciones -la calidad, de hecho- de las formas de gobierno ya no es tarea exclusiva de la filosofía política, que siempre se ha ocupado de estudiar el “mejor gobierno”. Al estudiar el fenómeno de la democratización, la ciencia política también ha pasado de los procesos dinámicos de transición -los acontecimientos históricos que marcan el paso de un régimen institucional a otro- a las características que definen un orden de democracia consumado. 

El análisis detallado de las condiciones de funcionamiento de las instituciones, y por tanto la “optimización” de las distintas funciones políticas, ya no es un capítulo accesorio, sino que se ha convertido en una baza en sí misma, por un lado para hacer frente al creciente descontento en las democracias occidentales, y por otro para acompañar la libre autodeterminación de los pueblos que aspiran a una expresión democrática consumada.

Me refiero a la definición de “democracia de calidad” propuesta por Leonardo Morlino y Larry Diamond en 2004. En el mundo productivo, el rendimiento de los bienes y servicios se mide según tres nociones diferentes de calidad 

  1. el cumplimiento de características precisas de forma y función, 
  2. La comprobación de las técnicas de construcción controladas, 
  3. satisfacción del consumidor. 

Aplicando los mismos parámetros -contenido, procedimiento y resultado- a los hechos políticos, salen a la luz condiciones de control igualmente decisivas. Esta vez la calidad política se decide por:

  1. cinco dimensiones en materia de procedimiento: respeto de la ley, responsabilidad electoral e institucional (rendición de cuentas), participación y competencia; 
  2. dos dimensiones de carácter sustancial: el respeto de los derechos y una igualdad social y económica cada vez mayor; 
  3. una dimensión que mide el resultado, es decir, la capacidad de los gobernantes para responder a las demandas de los ciudadanos. 

La propuesta tiene una fuerza específica, que ahora es objeto de debate internacional en su articulación, que confirma la necesidad de un marco de referencia común, compuesto por una serie de indicadores precisos. También es un enfoque cualitativo que apoya el sólido trabajo de centros de investigación como Freedom House, IDEA Internacional, Economist Intelligence Unit: los diversos índices que nos proporcionan informes anuales (…): su declinación en la acción política ofrece posibilidades sorprendentes, se convierte en inteligencia y criterio de evaluación, vínculo creativo y resiliencia, proximidad y horizonte estratégico”. 

Nada abstracto, al contrario; tener en cuenta este escenario nos lleva a prestar aún más atención a los caminos y herramientas con los que experimentamos. Un ejemplo. El propio Morlino consideró con interés el hecho de que una de las experiencias maduradas en el seno del MPPU -un laboratorio estable de diálogo entre políticos electos y ciudadanos electores, en apoyo de la labor parlamentaria y de la vida administrativa en las ciudades- tradujera, de manera comparable, las dimensiones democráticas que más apreciamos. 

¿Y por qué no imaginar que nos insertamos en esta operación con nuestra contribución específica? “La fraternidad universal es el norte” mucho antes de que salieran estos estudios, precisamente esa exigencia de responsabilidad que exige la calidad desde el punto de vista procesal. 

No está fuera de lugar, por tanto, que la ciencia política defina la democracia como un objeto en movimiento, que coagula ideas e ideales que provienen esencialmente de la vida, del continuo banco de pruebas que es la historia de los pueblos: “todavía se está inventando” (Schattschneider, 1969). Todos somos responsables de ello, diferentes experiencias y conocimientos que aceptan el reto y, ante todo, tejedores de esa “calidad humana” que, en definitiva, precede y supera el orden político-institucional.