Javier Baquero Maldonado, Bogotá, Colombia

Siempre me ha apasionado el ejercicio de la política, la posibilidad de buscar juntos soluciones a los problemas, incluso los más complejos y conflictivos. Tengo 33 años y en los últimos meses estoy viviendo una experiencia política difícil de narrar. En enero del 2020, el Partido Verde comenzó a gobernar la capital de Colombia y por primera vez el alcalde es una mujer. Por decisión del nuevo Gobierno, empecé a trabajar como asesor estratégico del sector del hábitat y a finales del 2020 fui nombrado subsecretario de Planificación y Políticas Públicas. Nos vimos inmersos en el drama de la pandemia y gobernar Bogotá se hizo aún más complejo: de una población de 8 millones de habitantes, 2,3 millones viven por debajo del umbral de la pobreza y 350.000 viven en la extrema pobreza. Desde que el Covid-19 impuso cierres y aislamiento, la situación se ha vuelto explosiva, ya que estas familias han agotado rápidamente lo poco que tenían.

Nos enfrentamos al dilema de mantener los cierres y salvaguardar la salud de la gente, o proteger los puestos de trabajo y la posibilidad de un ingreso mínimo, un tema de constante debate hasta que, con un acuerdo político general, el gobierno de Bogotá optó por dar prioridad a la salud de las personas. Tengo que decir que, sobre todo en los primeros meses, todos los centros de decisión, todas las oficinas trabajaron incansablemente, con horarios imposibles, yendo a menudo más allá de lo que les correspondía estrictamente. Con el primer plan de emergencia, “Bogotá Solidaria en Casa”, se realizaron las principales inversiones para reducir el impacto de los cierres en las familias. Uno de los primeros retos fue identificar a las personas más pobres de los barrios, por ejemplo, las que ni siquiera tenían un certificado de identidad personal y, por tanto, corrían el riesgo de ser invisibles. Para que la gente pudiera permanecer en sus casas sin pasar hambre, proporcionamos una renta básica a más de 550.000 familias vulnerables, y luego distribuimos 1 millón de cestas de alimentos, 30.000 ayudas al alquiler, descuentos en servicios públicos, asistencia sanitaria universal, refugio para mujeres víctimas de la violencia, subvenciones para la incineración de cadáveres a causa del Covid-19… Un esfuerzo que fue posible gracias al trabajo coordinado de unos 5.000 funcionarios y 30 organismos públicos. 

Pero la sostenibilidad de nuestro modelo de gobernanza no podía depender únicamente de la capacidad del organismo público. Día a día, me daba cuenta de cuán  decisivo es desarrollar una verdadera cultura de las relaciones entre los diferentes actores políticos y poner de relieve la corresponsabilidad que nos une: los responsables políticos y los funcionarios que deben velar por la aplicación de las medidas, hasta los destinatarios que son los actores esenciales. El papel del gobierno es también generar confianza, diálogo y respeto por cada uno de los actores, para que todos sean parte de la solución. En esta, como en muchas otras situaciones, era necesario aspirar a una gobernanza colectiva, colaborativa y policéntrica. Y cuando le pedimos a los ciudadanos que se quedaran en casa, y a los empresarios que cerraran sus negocios, la respuesta fue impresionante: muchos siguieron pagando los salarios de sus empleados, enviando donaciones para programas sociales, incluso en las universidades la investigación se orientó hacia las emergencias, mientras que las organizaciones sociales y religiosas se concentraron aún más en el apoyo a los pobres.

Personalmente, sentía que no podía detenerme en la sensación de incapacidad que a menudo surgía ante problemas que parecían insuperables; más bien, el camino a seguir en la búsqueda de soluciones era precisamente acercarse a los que más dificultades tenían, estar con ellos para hacerse cargo de lo que se veían obligados a vivir cada día. Este era el mayor incentivo para seguir buscando el bien común, la cooperación social. 

Hace unos meses tuve que representar a la administración yendo al encuentro de unos ciudadanos que habían iniciado una larga huelga, con importantes motivos. Cuando fui a hablar con ellos, me identificaron inmediatamente como el enemigo: era una herida que me afectaba personalmente. Horas, días de sufrimiento. 

En otra ocasión se decidió intervenir con la fuerza policial porque 3.000 personas muy pobres presionaban para construir sus casas sin permiso en una colina con grave riesgo geológico. La presión fue tremenda; los líderes de estas comunidades se negaron a trasladarse a otro lugar, pero si la policía hubiera intervenido con la fuerza, el enfrentamiento habría sido muy violento y había niños, ancianos y enfermos en las familias de los ocupantes. Con la responsable de mi sector nos nombraron mediadores y pasamos cinco días sentados alrededor de una mesa con estas personas, desde las 5 de la mañana hasta la medianoche. En varios momentos mi responsable quiso abandonar el diálogo porque parecía imposible continuar, pero conseguí sostenerla hasta el final y llegamos a un acuerdo. La Administración se comprometió a garantizar los procedimientos correctos y a ofrecer asistencia a estas 3.000 personas después de su reubicación. No conseguimos resolverlo todo, pero las comunidades aceptaron las condiciones que establecimos y se dieron cuenta de lo que se había hecho para satisfacer sus necesidades. Fue más que un dolor compartido, porque estas mismas personas ayudaron a afrontar la situación de manera diferente.

Otros frentes difíciles son las numerosas obras de construcción abiertas, o el esfuerzo por aumentar el empleo femenino en este sector, la inversión y el crédito facilitado para apoyar a los trabajadores más jóvenes. Hay muchas empresas con grandes dificultades y hay mucho que hacer en poco tiempo. La tarea de la política es abordar estas situaciones integrando diferentes perspectivas y competencias, creando redes y posiblemente encontrando soluciones para todos. Estoy convencido de que cada uno de nosotros tiene un papel importante que desempeñar. Por supuesto, una actitud individual constructiva no es suficiente para cambiar una realidad tan compleja, pero es un punto de partida esencial para fomentar el intercambio, el diálogo y la búsqueda de la unidad. Pienso en una operación muy necesaria en estos momentos: “desinfectar” la sociedad. Se trata de desinfectar nuestras comunidades del individualismo, reconociendo que somos corresponsables de cuidarnos unos a otros. Todos nos convertimos en políticos cuando nos ponemos a un lado para abrazar el dolor de los demás.